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PRELIMINAR

CUANDO tienes diez u once años y vuelves del colegio después de una jornada casi heroica te
asaltan, sin duda, oscuras reflexiones. Tu madre pasa por delante de ti, apuradísima, con una sonrisa vaga
en los labios: es martes y sabes muy bien que los martes va a casa de esa amiga suya, la de los ojos
saltones. Tu padre, por su parte, te escucha pacientemente, sí, pero enseguida descubres con sorpresa que
la victoria de tu equipo frente a los alumnos de sexto curso no le parece la cosa más importante del
mundo. Luego sigue leyendo el periódico o contemplando con desesperación hojas llenas de cifras que
saca de su maletín. Tú entonces le molestas un poco, haces ruido con los ceniceros, imitas el canto de la
rana o el bramido del elefante. Inútil, como si no existieras. Por fin, ceñudo, acudes a tu hermano mayor,
pero te recibe con un mohín de fastidio. Es muv mayor ya, desde luego: acaba de, entrar en la universidad
y una tarde le sorprendiste besando a una chica muy fea en el portal. Ahora no tiene tiempo para ocuparse
de ti.
¿Qué hacer, pues? Tu perro bosteza sobre la alfombra. Das un silbido y acude manso, agitando la
cola. Bien, te dices, al menos éste me hace caso, me necesita. Tiras, cruel, de sus tiernas orejas y se
lamenta, apenas un hilito de dolor, le soplas en los ojos y se revuelve corno si estuviese mojado; le obligas
a darte la pata y lo hace con escrupulosa educación. Muy pronto, sin embargo, te aburres. Eso no te basta.
Malhumorado, concibiendo implacables proyectos de venganza, recompensas al perro con una culebrilla
de regaliz y te alejas por el pasillo golpeando con el pie un burujo de papel. Te sientes un poco
insignificante. El mundo entero está pendiente de las cifras de tu padre, de las reuniones de tu madre, de
las hazañas de tu hermano. La tierra misma contiene la respiración cuando ellos hablan, redactan un
informe o hacen la compra. Tú, en cambio, ni siquiera tienes un bigote como el de Fu—Manchú con el
que impresionar a las niñas. No eres el protagonista de ningún acontecimiento, de ninguna aventura.
Y sin embargo, sabes que puedes consolarte. Entras en tu habitación con cara de pocos amigos y
cierras la puerta con cuidado. Quieres estar solo. Dejas el regaliz y el cortaplumas sobre la mesa, apartas
el flequillo de tu frente y adoptas una actitud .solemne, de director de orquesta. Allí están, en tus cajones,
junto a los petardos que te sobraron de Navidad y las canicas de cristal: tus libros. Un libro, piensas, es
una cajita milagrosa: puedes meterlo en el bolsillo de tu abrigo y en él caben, sin embargo, muchas más
cosas de las que existen en el mundo. En un libro cabe un dragón, por ejemplo, o un duende con pantuflas
y nariz en forma de anzuelo o un gigante de cinco metros de altura que calza zapatos del número
veintinueve. Un libro cruje cuando lo abres, como una galleta, y los negros regueros de tinta, sobre el
frágil papel, despiden un olor sutil y sabroso, semejante al de ciertas frutas livianas.
Te gustan, sí, los libros. En ellos todo se invierte: en sus vastos reinos tú eres el rey. Ahora, por
fin, los niños de diez u once años ocupan el lugar que se merecen. Nada tienen que hacer allí las ridículas
hazañas de tu hermano, ni la amiga de ojos saltones de tu madre, ni el maletín de tu padre. Nada de
fruslerías. Sólo cosas verdaderamente importantes y personajes verdaderamente importantes:
Pulgarcito, Hansel y Gretel, Pinocho, Tom Sativyer, Guillermo, Momo, el pequeño Nicolás y ese
Jim que disputó a peligrosísimos piratas un increíble tesoro en una isla desierta. Recorres las páginas a
caballo, empuñando una espada o persiguiendo a un astuto ladrón o saltando sobre tus botas de siete
leguas. Estás solo, pero todo el mundo te mira. Ves que en ese mundo tú eres el protagonista. Ya estás
vengado. El centro del universo coincide ahora con el lugar donde tú te encuentras.
Y precisamente, desde hace algunos días tienes un nuevo libro para leer. Te tumbas en el suelo,
bocabajo y con las piernas levantadas, y lo tornas entre tus ruanos. Acaricias su lomo con cariño v
emoción. Demoras lo más posible el momento de nadar sin resuello a través de sus páginas: el placer es
más intenso cuanto más fuerte es el deseo. Te entretienes un rato con los brillantes colores de a portada y
luego lees en voz alta el nombre del autor: Roald Dahl. Un nombre curioso, tan breve v tan .sonoro; un
rugido seguido de una campanada, un timbrazo e inmediatamente una sola nota sale del piano. Finalmente
deletreas también, gozoso, el título de la obra: Charlie y la fábrica de chocolate. Y ya sin más, abres el
cofre y buscas entre las páginas.
El protagonista del libro es naturalmente un niño, como Tom Sawyer o Guillermo. Es además,
como Pulgarcito, un niño pobre que sueña —quién no— con comer muchas chocolatinas. Y es, por
último, un niño que, al igual que Hansel y Gretel o Jim, encuentra algo que cambiará su vida. Es cierto, se
parece a los mejores de tus cuentos, a los más famosos cuentos que has leído. Y sin embargo no, se trata
de un libro distinto, nuevo, de otra tierra que hay que explorar. Porque ¡junto a Charlie hay otro personaje,
un personaje sin el cual Charlie no habría sido más que un Pulgarcito sin botas de siete leguas o un
Pinocho sin Gepetto. Sí, tienes que reconocerlo, no es un niño. Suele vestir un hermoso frac color ciruela
que probablemente serviría a tu padre y hace ya mucho tiempo que salió del colegio. Y no obstante no es
un hombre común. Se distingue de los otros adultos no porque no vaya a la oficina o porque no tenga una
amiga de ojos saltones sino precisamente porque no 1e gustan los adultos. O más exactamente: porque
prefiere a los niños. En realidad, te recuerda asimismo a personajes de otros cuentos: las hadas, Merlín el
Encantador o la Vieja de los Gansos. Pues, como ellos, conoce la magia y sus efectos y sabe a quién
otorgar sus favores.
Se llama Willy Wonka y es el dueño de la fábrica de chocolate que se yergue frente a la casa de
Charlie. Pero no creas, no se trata de una fábrica normal. La fábrica de Wonka, el más grande inventor de
golosinas del mundo, esconde un misterio, un secreto que nadie conoce. Y este secreto excita la
curiosidad de todos. «¿Qué ocultará ese loco de Wonka?», se pregunta la gente. Y Wonka por fin se
decide a desvelar su secreto: mostrará las maravillas de su fábrica a los cinco niños que encuentren los
cinco billetes de oro que ha escondido en sus chocolatinas.
Estás nervioso, impaciente. ¿Conseguirá Charlie encontrar uno de ellos? Trepas las páginas, con el
corazón apresurado, casi sin detenerte. Mordisqueas el regaliz, que has cogido de la mesa, y avanzas
remontando el río. Y de pronto, un buen día, lo consigue. Sí, lo consiguió. Uf, lo consiguió. La verdad es
que se lo merecía. Charlie ha encontrado uno de los billetes de oro que le abrirán las puertas de la
aventura y la fantasía. A la mañana siguiente, Willy Wonka le guiará por los increíbles subterráneos de su
fábrica de chocolate. Sí, vas a entrar en la fábrica...
Pero en ese momento vuelve tu madre de visitar a la amiga de ojos saltones y te llama a cenar. Qué
fastidio. Cierras el libro con remolonería y, después de acariciarlo por última vez, lo devuelves al cajón.
Te sientas a la mesa lleno de rencor, frunciendo el ceño. Lo has decidido: sólo te comerás el primer plato
y además, como por descuido, dejarás caer la sal sobre el mantel. Sabes cuánto molesta esto a tu madre.
No le perdonas que te haya interrumpido.
Pero no te preocupes. Cena tranquilo. Charlie te esperará cuanto tiempo sea necesario y Wonka no
abrirá la fábrica hasta que tú regreses. No, no te preocupes. No van a entrar sin ti.

Fin del capítulo

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