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Capitulo 1

Estos dos señores tan viejos son el padre y madre del señor Bucket. Se llaman abuelo Joe y abuela
Josephine.
Y estos dos señores tan viejos son el padre y la madre de la señora Bucket. Se llaman abuelo George y
abuela Georgina.
Este es el señor Bucket. Esta es la señora Bucket. El señor y la señora Bucket tienen un hijo que se llama
Charlie Bucket.
Este es Charlie.
¿Cómo estás? Y tú, ¿cómo estás? Charlie se alegra de conoceros.
Toda esta familia —las seis personas mayores (cuéntalas) y el pequeño Charlie Bucket— viven juntos en
una casita de madera en las afueras de una gran ciudad.
La casa no era lo bastante grande para tanta gente, y la vida resultaba realmente incómoda para todos. En
total, sólo había dos habitaciones y una sola cama. La cama estaba reservada a los cuatro abuelos, porque
eran muy viejos y estaban cansados. Tan cansados que nunca salían de ella.
El abuelo Joe y la abuela Josephine de este lado, y el abuelo George y la abuela Georgina de este otro.
El señor y la señora Bucket y el pequeño Charlie Bucket dormían en la otra habitación, sobre colchones
extendidos en el suelo.
En el verano esto se podía soportar, pero en el invierno heladas corrientes de aire soplaban a la altura del
suelo durante toda la noche y era horrible.
No había para ellos posibilidad alguna de comprar una casa mejor, o aun de comprar otra carpa. Eran
demasiado pobres para eso.
El señor Bucket era el único en la familia que tenía empleo. Trabajaba en una fábrica de pasta dentífrica,
donde pasaba el día entero sentado en un banco ajustando los pequeños tapones de los tubos de pasta
dentífrica después de que éstos hubiesen sido llenados. Pero un taponador de tubos de pasta dentífrica
nunca gana mucho dinero, y el pobre señor Bucket, por más que trabajase y por más velozmente que
taponase los tubos, jamás conseguía ganar lo suficiente para comprar la mitad de las cosas que una familia
numerosa necesitaba. No había ni siquiera bastante dinero para comprar comida adecuada para todos
ellos. Las únicas comidas que podían permitirse eran pan y margarina para el desayuno, patatas y repollo
cocido para el almuerzo y sopa de repollo para la cena. Los domingos eran un poco mejor. Todos
esperaban ilusionados que llegara el domingo, porque entonces, a pesar de que comían exactamente lo
mismo, a todos les estaba permitido repetir.
Los Bucket, por supuesto, no se morían de hambre, pero todos ellos —los dos viejos abuelos, las dos
viejas abuelas, el padre de Charlie, la madre de Charlie y especialmente el propio Charlie pasaban el día
de la mañana a la noche con una horrible sensación de vacío en el estómago. Charlie era quien más la
sentía. Y a pesar de que su padre y su madre a menudo renunciaban a sus propias raciones de almuerzo o
cena para dársela él, ni siquiera esto era suficiente para un niño en edad de crecer. Charlie quería
desesperadamente algo más alimenticio y satisfactorio que repollo y sopa de repollo. Lo que deseaba más
que riada en el mundo era... CHOCOLATE.
Por las mañanas, al ir a la escuela, Charlie podía ver grandes filas de tabletas de chocolate en los
escaparates de las tiendas, y solía detenerse para mirarlas, apretando la nariz contra el cristal, mientras la
boca se le hacía agua. Muchas veces al día veía a los demás niños sacar cremosas chocolatinas de sus
bolsillos y masticarlas ávidamente, y eso, por supuesto, era una autentica tortura.
Sólo una vez al año, en su cumpleaños, lograba Charlie Bucket probar un trozo de chocolate. Toda la
familia ahorraba su dinero para esta ocasión especial, y cuando llegaba el gran día, Charlie recibía de
regalo una chocolatina para comérsela él solo. Y cada vez que la recibía, en aquellas maravillosas
mañanas de cumpleaños, la colocaba cuidadosamente dentro de una pequeña caja de madera y la
atesoraba como si fuese una barra de oro puro; y durante los días siguientes sólo se permitía mirarla, pero
nunca tocarla. Por fin, cuando ya no podía soportarlo más, desprendía un trocito diminuto del papel que la
envolvía para descubrir un trocito diminuto de chocolate, y daba un diminuto mordisco justo lo suficiente
para dejar que el maravilloso sabor azucarado se extendiese lentamente por su lengua. Al día siguiente
daba otro diminuto mordisco, y así sucesivamente. Y de este modo, Charlie conseguía que la chocolatina
de seis peniques que le regalaban por su cumpleaños durase más de un mes.
Pero aún no os he hablado de la única cosa horrible que torturaba al pequeño Charlie, el amante del
chocolate, más que cualquier otra. Esto era para él mucho, mucho peor que ver las tabletas de chocolate
en los escaparates de las tiendas o contemplar cómo los demás niños masticaban cremosas chocolatinas
ante sus propios ojos. Era la cosa más torturante que podáis imaginaros, y era ésta:
¡En la propia ciudad, a la vista de la casa en la que vivía Charlie, había una ENORME FABRICA DE
CHOCOLATE! ¿Os lo imagináis?
Y no era tampoco simplemente una enorme fábrica de chocolate. ! Era la más grande y famosa del mundo
entero! Era la FABRICA WONKA, cuyo propietario era un hombre llamado el señor Willy Wonka, el
mayor inventor y fabricante de chocolate que ha existido. ¡Y qué magnífico, qué maravilloso lugar era
éste! Tenía inmensos portones de hierro que conducían a su interior, y lo rodeaba un altísimo muro, y sus
chimeneas despedían humo, y desde sus profundidades podían oírse extraños sonidos sibilantes. ¡Y fuera
de los muros, a lo largo de una media milla en derredor, en todas direcciones, el aire estaba perfumado
con el denso y delicioso aroma del chocolate derretido!
Dos veces al día, al ir y venir de la escuela, el pequeño Charlie Bucket pasaba justamente por delante de
las puertas de la fábrica. Y cada vez que lo hacía empezaba a caminar muy, muy lentamente, manteniendo
la nariz elevada en el aire, y aspiraba largas y profundas bocanadas del maravilloso olor a chocolate que le
rodeaba.
¡Ah, cómo le gustaba ese olor!
¡Y cómo deseaba poder entrar en la fábrica para ver cómo era!

Fin del capítulo

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