Capítulo 3
—El príncipe Pondicherry le escribió una carta al señor Willy Wonka —dijo el abuelo Joe— y le pidió
que fuese a la India y le construyese un palacio colosal hecho enteramente de chocolate.
—¿Y el señor Wonka lo hizo, abuelo?
—Ya lo creo que sí. ¡Y vaya un palacio! Tenía cien habitaciones, y todo estaba hecho de chocolate
amargo o de chocolate con leche. Los ladrillos eran de chocolate, y el cemento que los unía era de
chocolate, y las ventanas eran de chocolate, y todas las paredes y los techos estaban hechos de chocolate,
y también las alfombras y los cuadros y los muebles y las camas; y cuando abrías los grifos, de ellos salía
chocolate caliente.
Cuando el palacio estuvo terminado, el señor Wonka le dijo al príncipe Pondicherry: «Le advierto que no
durará mucho tiempo, de modo que será mejor que empiece a comérselo ahora mismo.»
«¡Tonterías!», gritó el príncipe, «¡no voy a comerme mi palacio! ¡Ni siquiera pienso mordisquear las
escaleras o lamer las paredes! ¡Voy a vivir en él!»
Pero, por supuesto, el señor Wonka tenía razón, porque poco tiempo después hizo un día muy caluroso
con un sol abrasador, y el palacio entero empezó a derretirse, y luego se fue derrumbando lentamente, y el
pobre príncipe, que en aquel momento estaba durmiendo la siesta en el salón se despertó para encontrarse
nadando en un enorme lago marrón de pegajoso chocolate.
El pequeño Charlie estaba sentado inmóvil al borde de la cama, mirando fijamente a su abuelo. La cara de
Charlie estaba encendida, y sus ojos tan abiertos que era posible ver la parte blanca rodeando enteramente
sus pupilas. —¿Esto es realmente verdad? —preguntó— ¿O me estás tomando el pelo?
—¡Es verdad! —exclamaron los cuatro ancianos al unísono—. ¡Claro que es verdad! ¡Pregúntaselo a
quien quieras!
—Y te diré otra cosa que es verdad —dijo el abuelo Joe, inclinándose ahora para acercarse aun más a
Charlie y bajando la voz hasta convertirla en un suave, secreto susurro—. ¡Nadie... sale... nunca!
—¿De dónde? —preguntó Charlie.
—¡Y... nadie... entra... nunca!
—¿A dónde?—gritó Charlie.
—¡A la fábrica de Wonka, por supuesto!
—Abuelo, ¿a qué te refieres?
—Me refiero a los obreros, Charlie.
—¿A los obreros?
—Todas la fábricas —dijo el abuelo Joe— tienen obreros que entran y salen por sus puertas por la
mañana y por la noche, excepto la de Wonka. ¿Has visto tú alguna vez una sola persona entrar en ese sitio
o salir de él?
El pequeño Charlie miró lentamente las cuatro caras que le rodeaban, una después de otra, y todas ellas le
miraron a su vez. Eran caras sonrientes y amistosas, pero al mismo tiempo eran caras muy serias. Ninguna
de ellas parecía estar bromeando o burlándose de él.
—¿Y bien? ¿La has visto? —preguntó el abuelo Joe.
—Pues... La verdad es que no lo sé, abuelo —tartamudeó Charlie—. Cada vez que paso delante de la
fábrica las puertas parecen estar cerradas.
—¡Exactamente! —exclamó el abuelo Joe.—Pero tiene que haber gente trabajando allí...—Gente no,
Charlie. Al menos, no gente normal.
—Entonces, ¿quién? —gritó Charlie.—Ajá... Esa es la cosa, ¿comprendes? Ese es otro de los golpes de
inteligencia del señor Willy Wonka.—Charlie, querido dijo la señora Bucket, que estaba apoyada en la
puerta—, es hora de irse a la cama. Ya basta por esta noche.
—Pero mamá, tengo que oír... —Mañana, cariño...—Eso es —dijo el abuelo Joe—. Te contaré el resto
mañana por la noche.
Fin del capítulo
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