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Capítulo 10

Las dos semanas siguientes hizo mucho frío. Primero llegó la nieve. Empezó a nevar de repente una
mañana cuando Charlie se estaba vistiendo para ir a la escuela. De pie junto a la ventana vio los enormes
copos descendiendo lentamente de un helado cielo color de acero.
Al llegar la noche había cuatro pies de nieve alrededor de la casita, y el señor Bucket tuvo que cavar un
camino desde la puerta hasta la carretera.
Después de la nieve vino una helada ventisca que sopló sin cesar días enteros. ¡Qué frío hacía! Todo lo
que Charlie tocaba parecía estar hecho de hielo, y cada vez que se aventuraba fuera de la puerta el viento
era como un cuchillo sobre sus mejillas.
Dentro de la casa pequeñas corrientes de aire helado entraban a raudales por los resquicios de las ventanas
y por debajo de las puertas, y no había sitio adonde ir para evitarlas. Los cuatro ancianos yacían
silenciosos y acurrucados en su cama, intentando ahuyentar el frío de sus huesos. El entusiasmo
provocado por los Billetes Dorados había sido olvidado hacía mucho tiempo. Nadie en la familia pensaba
en otra cosa que no fuera los vitales problemas de mantener el calor y conseguir lo suficiente para comer.
No sé que ocurre en los días fríos que da un enorme apetito. La mayoría de nosotros nos sorprendemos
deseando espesos guisos calientes y tibios trozos de pastel de manzana y toda clase de deliciosos platos
calientes, y teniendo en cuenta que somos mucho más afortunados de lo que pensamos, a menudo
obtenemos lo que deseamos, o casi. Pero Charlie Bucket nunca obtenía lo que deseaba porque la familia
no podía permitírselo, y a medida que el frío persistía, empezó a sentir un hambre devoradora. Las dos
chocolatinas, la que había recibido para su cumpleaños y la que había comprado el abuelo Joe, hacía
mucho tiempo que se habían terminado, y todo lo que comía ahora eran esas escasas raciones de repollo
tres veces al día.
Y de pronto esas raciones se volvieron aun más escasas.
La causa de esto fue que la fábrica de pasta dentífrica donde trabajaba el señor Bucket quebró
inesperadamente y tuvo que cerrar. En seguida el señor Bucket intentó conseguir otro empleo. Pero no
tuvo suerte. Finalmente, la única manera de conseguir reunir unos pocos centavos fue la de barrer la nieve
de las calles. Pero esto no era suficiente para comprar ni siquiera la cuarta parte de la comida que
necesitaban aquellas siete personas. La situación se hizo desesperada. El desayuno consistía ahora en una
rebanada de pan para cada uno, y el almuerzo, con suerte, en media patata cocida.
Lenta, pero inexorablemente, los habitantes de la casita empezaron a morirse de hambre.
Y todos los días el pequeño Charlie Bucket, abriéndose paso entre la nieve camino de la escuela, debía
pasar delante de la gigantesca fábrica de chocolate del señor Willy Wonka. Y cada día, a medida que se
acercaba a ella, elevando su pequeña nariz respingona, olfateaba el maravilloso aroma del chocolate
derretido. A veces se quedaba inmóvil junto a los portones durante varios minutos, aspirando profundas
bocanadas de aire, como si estuviese intentando comerse el olor mismo.
—Ese niño —dijo el abuelo Joe, sacando la cabeza fuera de las mantas una helada mañana—,ese niño
tiene que tener más comida. Nosotros no importamos. Somos demasiado viejos para preocuparnos de
nada. ¡Pero un niño en edad de crecer! ¡No puede seguir así! ¡Ya casi parece un esqueleto!
—¿Qué podemos hacer? —murmuró tristemente la abuela Josephine—. Se niega a aceptar nuestras
raciones. Su madre intentó poner en el plato de Charlie su propia rebanada de pan esta mañana durante el
desayuno, pero él no quiso tocarla. Se la devolvió inmediatamente.
—Es un muchacho estupendo —dijo el abuelo George—. Merece algo mejor que esto. El crudo invierno
seguía y seguía.
Y cada día Charlie Bucket adelgazaba más y más. Su cara se volvió aterradoramente pálida y demacrada.
La piel estaba tan estirada sobre sus mejillas que se adivinaban los huesos debajo de ella. Parecía poco
probable que pudiese seguir así mucho más tiempo sin enfermar seriamente.
Y ahora, tranquilamente, con esa curiosa sabiduría que tan a menudo parecen adquirir los niños en
tiempos difíciles, empezó a hacer pequeños cambios aquí y allá en todo lo que hacía para conservar sus
energías. Por la mañana salía de su casa diez minutos más temprano para poder caminar lentamente hacia
la escuela sin tener que correr nunca. Se quedaba tranquilamente sentado en la sala de clase durante los
recreos, descansando, mientras los demás corrían fuera y lanzaban bolas de nieve y se revolcaban en ella.
Todo lo que hacía ahora, lo hacía lenta y cuidadosamente para evitar el agotamiento.
Una tarde, mientras volvía a su casa con el helado viento dándole en la cara (y sintiéndose,
incidentalmente, más hambriento de lo que se había sentido nunca), sus ojos se vieron atraídos por el
brillo de un objeto plateado que había sobre la nieve junto a una alcantarilla. Charlie bajó de la acera y se
inclinó para examinarlo. Parte del objeto estaba enterrado en la nieve, pero el niño vio inmediatamente lo
que era.
¡Era una moneda de cincuenta peniques!
Rápidamente miró a su alrededor.
¿La acabaría de perder alguien?
No, eso era imposible, puesto que parte de la moneda estaba enterrada.
Varias personas pasaban a su lado apresuradamente, las barbillas hundidas en los cuellos de sus abrigos,
sus pasos crujiendo sobre la nieve. Ninguno de ellos parecía estar buscando dinero; ninguno de ellos
prestaba la más mínima atención al niño agachado junto a la alcantarilla.
Entonces, ¿esta moneda cincuenta peniques era suya?
¿Podía quedarse con ella?
Cuidadosamente, Charlie la extrajo de la nieve. Estaba húmeda y sucia, pero en perfectas condiciones.
¡Una moneda de cincuenta peniques para él solo!
La sostuvo fuertemente entre sus dedos temblorosos, mirándola. En aquel momento esa. moneda sólo
significaba una cosa para él. Significaba COMIDA.
Automáticamente, Charlie se volvió y empezó a buscar la tienda más cercana. Sólo quedaba a diez
pasos..., era una tienda de periódicos y revistas, la clase de tienda que vende también golosinas y
cigarrillos..., y lo que haría, se dijo rápidamente... sería comprarse una sabrosísima chocolatina y
comérsela toda, mordisco a mordisco, allí mismo y en ese momento..., y el resto del dinero lo llevaría a su
casa y se lo entregaría a su madre.

Fin del capítulo

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