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Capítulo 4

La noche siguiente el abuelo Joe prosiguió su historia.
—Verás, Charlie —dijo—, no hace mucho tiempo había miles de personas trabajando en la fábrica del
señor Willy Wonka. Pero de pronto, un día, el señor Wonka tuvo que pedirle a cada una de ellas que se
fuese a su casa para no volver nunca más.
—Pero, ¿por qué? —preguntó Charlie.
—A causa de los espías.
—¿Espías?
—Sí. Verás. Los otros fabricantes de chocolate habían empezado a sentirse celosos de las maravillosas
golosinas que preparaba el señor Wonka y se dedicaron a enviar espías para robarle sus recetas secretas.
Los espías se emplearon en la fábrica de Wonka, fingiendo ser obreros ordinarios, y mientras estaban allí,
cada uno de ellos descubrió cómo se fabricaba una cosa.
—¿Y volvieron luego a sus propias fábricas para divulgar el secreto?
—Deben haberlo hecho —respondió el abuelo Joe—, puesto que al poco tiempo la fábrica de
Fickelgruber empezó a fabricar un helado que no se derretía nunca, aun bajo el sol más ardiente. Luego, la
fábrica del señor Prodnose empezó a producir un chicle que jamás perdía su sabor por más que se
masticase. Y más tarde, la fábrica del señor Slugworth comenzó a fabricar globos de caramelo que se
podían hinchar hasta hacerlos enormes antes de pincharlos con un alfiler y comérselos. Y así
sucesivamente. Y el señor Willy Wonka se mesó las barbas y gritó: «¡Esto es terrible! ¡Me arruinaré!
¡Hay espías por todas partes! ¡Tendré que cerrar la fábrica!»
—¡Pero no lo hizo! —dijo Charlie.
—Oh, ya lo creo que lo hizo. Los dijo a todos los obreros que lo sentía mucho, pero que tendrían que irse
a casa. Entonces cerró las puertas principales y las aseguró con una cadena. Y de pronto, la inmensa
fábrica de chocolate de Wonka se quedó desierta y silenciosa. Las chimeneas dejaron de echar humo, las
máquinas dejaron de funcionar, y desde entonces no se fabricó una sola chocolatina ni un solo caramelo.
Nadie volvió a entrar o salir de la fábrica, e incluso el propio señor Willy Wonka desapareció.
Pasaron meses y meses —prosiguió el abuelo Joe—, pero la fábrica seguía cerrada. Y todo el mundo
decía: «Pobre señor Wonka. Era tan simpático. Y hacía cosas tan maravillosas. Pero ya está acabado. No
hay nada que hacer.»
Entonces ocurrió algo asombroso. ¡Un día, por la mañana temprano, delgadas columnas de humo blanco
empezaron a salir de las altas chimeneas de la fábrica! La gente de la ciudad se detuvo a mirarlas. «¿Qué
sucede?»; gritaron. «¡Alguien ha encendido las calderas! ¡El señor Wonka debe estar a punto de abrir otra
vez!» Corrieron hacia las puertas, esperando verlas abiertas de par en par y al señor Wonka allí de pie
para dar la bienvenida a todos sus obreros.
¡Pero no! Los grandes portones seguían cerrados y encadenados tan herméticamente como siempre, y al
señor Wonka no se le veía por ningún sitio.
«¡Pero la fábrica está funcionando!» grito la gente. «¡Escuchad! ¡Se pueden oír las máquinas! ¡Han vuelto
a ponerse en marcha! ¡Y se huele en el aire el aroma del chocolate derretido!»
El abuelo Joe se inclinó hacia adelante, posó un largo dedo huesudo sobre la rodilla de Charlie y dijo
quedamente: —Pero lo más misterioso de todo, Charlie, eran las sombras en las ventanas de la fábrica. La
gente que estaba fuera, de pie en la calle, podía ver pequeñas sombras oscuras moviéndose de uno a otro
lado detrás de las ventanas de cristal esmerilado.
—¿Las sombras de quién? —dijo Charlie rápidamente.
—Eso es exactamente lo que todo el mundo quería saber.
«¡La fábrica está llena de obreros!», gritaba la gente. «¡Pero nadie ha entrado! ¡Los portones están
cerrados! ¡Es absurdo! ¡Y tampoco sale nadie!»
Pero no se podía negar —dijo el abuelo Joe— que la fábrica estaba funcionando. Y ha seguido
funcionando desde entonces durante estos últimos diez años. Y lo que es más, las chocolatinas y los
caramelos que produce son cada vez más fantásticos y deliciosos. Y ahora, por supuesto, cuando el señor
Wonka inventa un nuevo y maravilloso caramelo, ni el señor Fickelgruber ni el señor Prodnose ni el señor
Slugworth ni nadie es capaz de copiarlo. Ningún espía puede entrar en la fábrica para descubrir cómo lo
han hecho.
—Pero, abuelo, ¿a quién —gritó Charlie—, a quién utiliza el señor Wonka para trabajar en su fábrica?
—Nadie lo sabe, Charlie.
—¡Pero eso es absurdo! ¿Es que nadie se lo ha preguntado al señor Wonka?
—Nadie le ha visto desde entonces. Nunca sale de la fábrica. Lo único que sale de la fábrica son
chocolatinas y caramelos. Salen por una puerta especial colocada en la pared, empaquetados y con su
dirección escrita, y son recogidos todos los días por camiones de Correos.
—Pero, abuelo, ¿qué clase de gente es la que trabaja allí?
—Mi querido muchacho —dijo el abuelo Joe—, ése es uno de los grandes misterios en el mundo de la
fabricación de chocolate. Sólo sabemos una cosa sobre ellos. Son muy pequeños. Las débiles sombras que
de vez en cuando aparecen detrás de las ventanas, especialmente tarde, por la noche, cuando las luces
están encendidas, son las de personas diminutas, personas no más altas que mi rodilla...
—No hay gente así —dijo Charlie.
En ese momento el señor Bucket, el padre de Charlie, entró en la habitación. Acababa de llegar de la
fábrica de pasta dentífrica y agitaba excitadamente un periódico de la tarde. —¿Habéis oído la
noticia?—exclamó. Elevó el periódico para que todos pudiesen leer los grandes titulares. Los titulares
decían: LA FÁBRICA WONKA SE ABRIRÁ POR FIN PARA UNOS POCOS AFORTUNADOS

Fin del capítulo

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