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Capítulo 2. El Regalo del Cielo.
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Capítulo 2. El Regalo del Cielo.

En los linderos del reino de Valle Roble.

Leiza era una joven mujer de gustos sencillos y aprecio por la vida. No era muy alta, poseía una mirada tierna de color café y tenía un largo y lozano cabello oscuro rizado que le generaba mucho orgullo. Había vivido toda su vida con escasos recursos, pero eso nunca le conflictuó, pues era una eterna creyente en que el futuro siempre sería mejor. Ese día se encontraba limpiando la única y versátil habitación de su diminuto hogar (la cual hacía las veces de sala, recámara, baño y comedor; todos fusionados en un espacio de menos de seis metros cuadrados). Estaba agotada y quería descansar, pero sus eternos acompañantes, Luespo y Mity, yacían recostados encima de la cama y no le permitían hacer uso de ella. Luespo era un delgado y joven gato gris con ojos azulados; apático, perezoso y de temperamento volátil. Por momentos se acercaba a Leiza en busca de cariños y en otros instantes era el más huraño y hostil con quien osara invadir su espacio. Por su parte, Mity era un pequeño perro viejo con grandes ojos oscuros y pelaje blanco lanudo. Su edad sólo era notoria en apariencia, pues su hiperactividad y optimismo exacerbados no decaían en ningún momento. Pese a la diferencia de edades, los dos tenían casi el mismo tiempo de vivir con Leiza, pues Luespo fue adoptado cuando era un gato bebé, meses antes de que Mity apareciera afuera de la casa de manera inadvertida, y nunca más se quisiera ir de ahí. Aunque al principio el gato no toleraba al perro, ambos terminaron por generar una buena relación y formaron una dupla peculiar con la mezcla de sus personalidades.

Algo en lo que los dos coincidían siempre, era en que la única cama de la casa le pertenecía a quien la ocupara primero. Por lo que, si Leiza quería descansar en ese momento, debía ingeniárselas para encontrar algún pequeño hueco entre ambos en donde pudiera acomodar su cuerpo. Ella estaba exhausta y pensó incluso en tirarse al piso para descansar un poco, pero el ruido que sonaba en el ambiente por motivo de las celebraciones del rey, le dificultaba concebir el sueño. Así que prefirió aprovechar el tiempo y avanzar con la limpieza del hogar. Cuando al fin pareció existir cierta calma posterior a la festividad, Luespo y Mity se levantaron del colchón con una ágil sincronía, cediendo al fin su lugar a Leiza. Ambos estaban inquietos y corrían alrededor de la habitación en busca de algo. Los dos animales se encontraban alerta y fue el perro Mity quien comenzó a ladrar para anunciar su presencia en el ambiente e intentar ahuyentar a quien pudiera representar una amenaza. Leiza no entendía qué es lo que había alterado a sus pequeños compañeros, pero intentaba tranquilizarlos. Al poco tiempo se dio cuenta de cuál era la fuente de su agitación, pues comenzó a percatarse de ruidos generados por alguien golpeando los tejados de las casas. El ritmo de los golpeteos continuó incrementando en velocidad e intensidad, hasta que de pronto sonó un contundente impacto encima de la casa y el ruido se detuvo. Por un orificio del poroso y deficiente tejado entró un recipiente de vidrio que estalló contra el piso, derramando un líquido rojizo por toda la habitación. Leiza se alarmó y corrió por su escoba para levantar los vidrios del suelo antes de que pudieran lastimar a su perro y su gato, pero estos no parecían tan preocupados por ello. Mientras Leiza retiraba los afilados fragmentos de una parte del piso, los animales obedecían a otra de sus rigurosas máximas de vida: todo lo que tocara el suelo les pertenecía. Así que corrieron a olfatear con curiosidad el líquido que cayó en la habitación.

A espaldas de Leiza, ambos comenzaron a lamer consistentemente una sustancia que, a juzgar por el incansable lengüeteo de los dos, debía tener un sabor exquisito. Sólo hasta que Leiza se giró, pudo percatarse y quiso detenerlos. Pero instantes antes de que pudiera llamarles la atención, la puerta del hogar fue derrumbada con una violenta patada que sacudió tanto a Leiza como a los animales. Varios guardias reales se encontraban al exterior y algunos de ellos ingresaron con rapidez a la casa, quedándose afuera otros más, quienes vigilaban a un hombre esposado que llevaban con ellos. Dirigieron la mirada al piso y terminaron estupefactos de ver cómo ambos animales consumían tan importante tesoro. El general Haggif se preocupó por lo ocurrido e instruyó a sus guardias a atrapar de inmediato al perro y al gato:

-… Tendrán que matarlos. Quiero que expriman cada gota de esa sustancia del interior de su organismo antes de que sea demasiado tarde.

Leiza escuchó con terror la sentencia que acababa de emitir el general del rey para sus amados amigos. Un guardia obedeció y se acercó a tomar a los animales, se puso en cuclillas para tocar el pelaje del gato gris… y sorpresivamente el hombre salió disparado hacia el exterior al mismo tiempo en que la casa explotaba. Llovieron trozos de madera en todas las direcciones y el general Haggif protegió con su cuerpo a un par de guardias distraídos que estuvieron a punto de recibir estocadas en el cráneo. Los demás soldados, sacudidos por ese súbito estallido, miraban hacia lo que fue antes el hogar de Leiza, quedando impresionados de ver que un perro blanco y un gato gris gigantescos yacían frente a ellos.

Leiza se reincorporó después de una fuerte caída y presenció impresionada cómo Mity y Luespo, sus animales de compañía, medían ahora cuatro metros de largo. Luego observó que del flanco derecho aparecían unos guardias que se lanzaban con espadas desenfundadas contra ellos y gritó aterrada para buscar proteger a sus mascotas. Mity reconoció su voz y corrió alegre hacia ella, como si no se hubiera dado cuenta aún de su aumento de dimensiones. Les prestó poca atención a sus agresores y sólo empujó al guardia más cercano con un veloz movimiento de su pata derecha para continuar con su trayecto hacia Leiza. Ese ligero zarpazo expelió al hombre que lideraba la carga, quedando el peto de su armadura completamente perforado por las garras del perro gigante. Otro grupo de guardias ubicado al otro extremo corrió con una suerte similar, ya que Luespo sintió que comenzaban a violar su espacio personal y se tornó violento. Saltó en el aire para repartir rasguños convertidos en blancas guillotinas que despedazaban el acero como si se tratara de cartón. El general Haggif lanzó su cuerpo contra el enojado gato para absorber el daño y poder salvar a sus hombres. Su armadura terminó desmembrada y quedó expuesto su fornido cuerpo que mostraba tenues cortes limpios en todas partes. Las garras del animal habrían mutilado a cualquier otra persona que no fuera capaz de recubrir su cuerpo con Goan.

Todo en el lugar se tornó en caos, momento perfecto para que el ladrón esposado intentara escapar gracias a que sus vigías estaban más concentrados en enfrentar a los animales gigantes que en su resguardo. Aprovechó para correr con urgencia hacia las ruinas de la pequeña casa, escarbando el cascajo con sus pies en busca de algún resto de la poción robada. Encontró un hilo del líquido derramado y se tiró en el piso a lamerlo con urgencia como si su vida dependiera de ello.

Por su parte, el general Haggif estaba decidido a pasar a la ofensiva ante los dos animales gigantes. Saltó para tomar por el cuello a Luespo e inmovilizarlo contra el suelo, pero esto duró poco tiempo porque Mity salió en auxilio de su felino amigo y derribó con su cabeza al general. El condecorado soldado se dio cuenta de que tendría que tomar en serio a sus inesperados adversarios animales y preparó un golpe certero que pudiera acabar con la vida del gato. Flexionó el brazo y cerró el puño, concentrando el Goan rojizo en su mano izquierda, se preparó para saltar y dirigirse a su adversario con este ataque, pero se tambaleó y cayó al piso después de que la tierra se sacudiera con una intensidad magnánima. Frente a todos ellos, un hombre gigante de quince metros apareció. Era el ladrón del tesoro que el general Haggif había atrapado momentos antes.

Aquel recién creado coloso se sentía poderoso e invencible y ahora quería repetir su duelo en condiciones muy distintas contra el famoso soldado imperial. Impresionados por la aparición del inmenso hombre, Luespo y Mity volvieron a ser los espantadizos animales de siempre. Salieron corriendo con rumbo hacia el bosque, llevando a Leiza sujetada del pelaje rizado del perro. El general Haggif no pudo hacer nada por detenerlos, porque ahora debía enfrentar a un nuevo y monumental oponente.

Fin del capítulo

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